Cerezas
Cuando la abuela Wilfreda aún podía correr, y cuando digo correr me refiero a andar deprisa, esperaba a que estuviésemos subidos al cerezo, con las risas atragantadas a huesos que nos escupíamos, (el que tenía mejor puntería ganaba el botín, kilo y medio de cerezas y un fuerte dolor de delicioso empacho). Entonces la abuela salía "corriendo" por el camino de la huerta y todos saltabamos al suelo, dispersándonos a porrazos de caña de bambú mientras las risas seguían, entrecortadas por quejidos y cardenales. Nunca me he reído tanto. La vieja nos seguía hasta que ya no podía más, el palo en alto, gritando sinvergüenzas. Una hora después nos daba la merienda para que escucháramos sus historias de Cuba; más risas en cuanto se ponía a recitar habaneras improvisadas que disimulabamos a bocados, ansiosos de tantos juegos. Salíamos bronceados del sol de Varadero, salitre en el pelo y cierto mareo de puro que la abuela fumaba, a caladas largas, como saboreando el único recuerdo que no...